By David Carré and Paul Cavada-Hrepich
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El día 25 de Octubre de 2020, la ciudadanía en Chile aprobó reescribir la Constitución del país por enorme mayoría. Lo que puede parecer como un ejercicio democrático común para otros países es, probablemente, el acto más profundamente democrático en toda la historia de la nación. Lejos de ser una coincidencia, este plebiscito es una consecuencia directa de la revuelta ocurrida en Octubre de 2019 a lo largo y ancho del territorio nacional: el estallido social. Es debido a este complejo escenario que en este artículo queremos compartir un panorama de las dinámicas socio-políticas que han ocurrido en nuestro país y que desencadenaron estos eventos, así como los desafíos que anticipamos para él y finalmente una nota de esperanza. Creemos que el caso de Chile puede ser esclarecedor para otras revueltas civiles que están ocurriendo en otros países de la región, como Colombia, Ecuador y Bolivia.
En este artículo nos posicionamos como ciudadanos más que como académicos, aún cuando nuestra experiencia como investigadores en psicología y cultura ciertamente tiñe nuestra visión. Asumimos esta posición porque estamos convencidos de que el plebiscito debe ser entendido en relación con las dinámicas sociales que han sido parte de nuestra historia pasada y reciente, las cuales han dado forma al actual estado del país. Por una parte, nuestro pasado cuenta una historia de doscientos años como república independiente; república que una y otra vez ha sido complaciente a los intereses reaccionarios de una reducida elite. Por la otra, nuestra historia reciente muestra que los plebiscitos pueden cambiar aquello que parecía imposible de cambiar, tal como en 1988 un plebiscito derrocó al régimen de Pinochet.
Para desarrollar lo anterior, comenzamos este texto refiriéndonos al profundo malestar detrás del estallido social, explorando luego cómo este malestar dio pie a un proceso de cambio mucho más profundo. Cerramos con una discusión sobre algunos de los desafíos que enfrenta –y enfrentará– nuestra democracia para finalmente lograr el cambio social que el plebiscito busca alcanzar.
Chile despertó!
El 25 de Octubre de 2019, exactamente un año antes de la realización del plebiscito, más de un millón de personas en distintas ciudades del país tomaron las calles al grito de: “¡Chile despertó!” Esta masiva y pacífica protesta no estuvo impulsada por un líder o partido político, sino que por un sentimiento profundo y común de “basta de abusos.”
Esta manifestación tuvo lugar una semana después del inicio del estallido social en el –ahora histórico– 18 de Octubre de 2019. Lo que inicialmente fue presentado por los medios como una indignación generalizada producto de un alza de 30 pesos (4 centavos de dólar) en la tarifa del Metro de Santiago, fue rápidamente entendido como lo que colmó la paciencia de la ciudadanía. Como muchos escribieron en pancartas y redes sociales: “no son 30 pesos, son 30 años.” Esta frase hacía referencia a la continuación, y a menudo profundización, de una mentalidad de libre mercado que no cambió con el retorno de la democracia en 1990. A través de discursos basados en crecimiento económico y acceso al consumo, todos los gobiernos posteriores al régimen de Augusto Pinochet reforzaron la idea que el esfuerzo individual –y no la solidaridad colectiva– era la única vía para mejorar la calidad de vida.
Es necesario tener presente que bajo la dictadura cívico-militar liderada por Pinochet (1973-1989) se implementó en Chile la versión más descarnada del modelo neoliberal. En términos prácticos, esto se ha traducido en la aplicación de políticas públicas de libre mercado para la salud, la educación, las pensiones, la vivienda y cualquier otra área relacionada al interés público y el bien común. Carreteras, transporte público, e incluso el agua potable son administradas por empresas privadas. En este escenario el Estado ha sido, cuando mucho, un regulador (y uno muy, muy laxo). Aunque este modelo ha contribuido a extender la cobertura de distintos servicios sociales y a aumentar el ingreso promedio per capita, también han restringido el acceso a estos servicios solo a quienes tienen el ingreso y la capacidad de consumo para pagar por ellos. En esto es importante señalar que la capacidad de consumo no debe ser confundida con el ingreso discrecional. Eventualmente el ingreso puede disminuir, pero la capacidad de consumo puede mantenerse intacta. Esto porque las personas en Chile mueven fondos (que realmente no poseen) entre tarjetas de crédito para cubrir gastos tan básicos como, por ejemplo, el agua potable. Quien no tiene dinero para pagar por su salud bien puede esperar años por una cirugía común.
Con un Estado que poco regula y que no asume mayor responsabilidad en el bien común, la vida de las personas se volvió cada vez más precaria y vulnerable. El hogar promedio en Chile tiene un alto índice de deuda privada, debiendo en promedio un 75% de su ingreso total, de acuerdo a cifras del Banco Central de Chile. En otras palabras, es bastante común, e incluso natural, iniciar un mes pagando deudas pendientes del mes anterior y luego tener que tomar nuevos créditos para cubrir los gastos del mes en curso. Esto es, vivir con menos de lo mínimo.
Estas medidas económicas y políticas de corte neoliberal fueron impuestas autoritariamente durante el régimen de Pinochet, pero se siguieron desarrollando bajo gobiernos democráticos tanto de centro-derecha como de centro-izquierda; junto con permanentes escándalos de corrupción. La ignorancia y la lejanía de la clase política respecto de la vida cotidiana de las personas se volvía evidente en sus propuestas politícas y en sus opiniones, las que constantemente despertaban la indignación ciudadana. La decepción en la clase política se veía en parte disminuida por la situación en que se encontraban otros países de Latino América (con casos de corrupción mucho más groseros, como Perú bajo Fujimori)(para más información, consulte el resumen del Banco Mundial). Pero esta decepción progresivamente se convirtió en una profunda desconfianza hacia toda institución política. Es por esto que el estallido social no tuvo un partido o líder político detrás, sino un profundo sentimiento de descontento social. “Chile no se vende” y “No más abuso” fueron las expresiones compartidas por millones de personas en las calles. Lejos de ser algo súbito e inesperado, este sentimiento fermentó por décadas antes que finalmente explotara en Octubre de 2019. Rompiendo en el proceso el espejismo del país OCDE que era proyectado en el exterior.
Es importante reconocer que las protestas de 2019 no fueron, en ningún caso, las primeras en el Chile reciente. En los últimos 30 años ha habido múltiples protestas civiles contra las injusticias creadas por el modelo social y económico. La primera gran protesta fue la ‘Revolución pingüina’ de 2006, liderada por estudiantes de secundaria de escuelas públicas (el término pingüino hace referencia a la similitud con los colores del uniforme escolar). En un esfuerzo muy coordinado, estudiantes secundarios llamaron a una huelga nacional, ocuparon las escuelas y se volcaron a las calles para expresar sus demandas por una educación de calidad e igualdad de acceso a la educación terciaria. Este movimiento visibilizó las profundas grietas sociales que se escondían detrás del discurso meritocrático. Ya no resultaba viable seguir afirmando que la pereza y falta de esfuerzo de la ciudadanía eran las responsables de la desigualdad. El movimiento hizo patente que había una realidad mucho más dura: el ingreso de la familia de origen determinaba la calidad de educación recibida. Por esto, el Estado tenía que asumir su responsabilidad no solo en la cobertura de la educación, sino también en el aseguramiento de su calidad.
No es una coincidencia, pues, que el estallido social de 2019 se haya iniciado precisamente con estudiantes secundarios evadiendo la tarifa del Metro de Santiago; evasiones que derivaron en protestas y enfrentamientos con la policía. Con el correr de los días, la situación escaló rápidamente con la vandalización de infraestructura pública y privada, con gran parte de las líneas de Metro afectadas, y con enfrentamientos cada vez más violentos entre civiles y la policía. En este escenario, el presidente Sebastián Piñera ordenó que el Ejército se desplegara en las calles vía una declaración de Estado de Emergencia y toque de queda nocturno a nivel nacional. En menos de una semana, el saqueo de tiendas e iglesias, así como los permanentes enfrentamientos con la policía, se extendieron por todo el país. Nadie estaba seguro de qué estaba pasando, pero todo el mundo tenía claro que algo grande estaba pasando.
En medio de la confusión, los medios de comunicación masiva dieron una extensa cobertura a la violencia y a los saqueos, mientras el gobierno desplegaba una narrativa orientada a sembrar el miedo; ambos evitando mencionar el hartazgo contra el sistema político y económico. En las últimas horas del 20 de Octubre el Presidente Sebastián Piñera incluso declaró a la prensa que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso.” En este escenario, el día 25 de Octubre de 2019 se llevó a cabo la protesta pacífica más multitudinaria de la que se tenga registro histórico en el país, la que hizo evidente que la ciudadanía no buscaba una insurrección violenta sino que estaba harta de falsas promesas sobre igualdad y de la manera en que se había conducido el país. Personas de todo el espectro social, sin distinciones de edad, clase o género, denunciaron ese día la injusticia social y exigieron mejor salud, pensiones y educación. Incluso la posibilidad de escribir una nueva constitución y exigir la renuncia del presidente emergieron como demandas razonables. Después de esta masiva convocatoria la narrativa oficial cambió drásticamente, al día siguiente el presidente publicaría un tweet diciendo que “hemos escuchado el mensaje.”
Ni dormidos ni ignorantes el pueblo sigue adelante
Sin duda alguna, la violencia fue un punto de inflexión durante el estallido social. Aunque se podría argumentar que tanto la policía como los manifestantes fueron responsables de la terrible violencia observada en las calles, los hechos no mienten. De acuerdo al Instituto Nacional de Derechos Humanos, entre Octubre 2019 y Febrero 2020 un total de 3.765 civiles fueron heridos, más de 400 sufrieron traumas oculares a causa de balines de goma y granadas lacrimógenas disparadas por la policía, y 29 lamentablemente perdieron la vida. Muchos de los heridos tuvieron pérdida de visión permanente. Esta expresión de violencia por parte de agentes del Estado volvió a abrir profundas heridas en la sociedad chilena, evocando la represión de la dictadura. Estos recuerdos trajeron consigo expresiones de descontento usadas en esa época, como los ‘cacerolazos’ donde las personas (miles de personas) golpean cacerolas desde sus ventanas en señal de protesta.
Nos atrevemos a decir que el descontento individual efectivamente se transformó en un sentimiento colectivo, y es así como las demandas por cambio real comenzaron a tomar forma. Pero para aquellos marginalizados, el descontento se convirtió en furia. Este fue el caso de muchos jóvenes que se ubicaron en la primera línea de la protesta, allí donde el enfrentamiento con la policía era más violento, y por lo mismo fueron llamados como “los primera línea.” Desde su infancia, estos jóvenes crecieron a cargo de instituciones del estado, presas de un sistema que ha sido cuestionado en múltiples ocasiones por corrupción y abuso de menores. Al ser entrevistados, estos jóvenes repetían en distintas formas un mensaje común: “No tengo nada que perder ya que no tengo ningún futuro por delante.” Víctimas de un falso ideal de meritocracia y de una sociedad que apenas apoya a sus miembros, los ‘primera línea’ rápidamente se convirtieron en un símbolo de resistencia –probablemente siendo reconocidos por la sociedad por primera vez en su vida.
La movilización social incluyó también a otros grupos y causas tradicionalmente excluidas. Así, la concientización del conflicto indígena surgió como una de las causas más potentes durante las protestas. Banderas de la nación Mapuche flameaban junto a la bandera chilena, reconociendo abiertamente un conflicto histórico que data de la época de la colonización española. Esto no deja de ser sorprendente considerando que en 2018 un 52% de las personas en Chile declaró no tener sangre indígena (de acuerdo al estudio “Prejuicio racial y discriminación en Chile” realizado por la Universidad de Talca). La adherencia a la causa Mapuche revela que muchas personas en Chile también se hastiaron de la marginalización basada en etnia o cultura.
El movimiento feminista se convirtió también en una gran fuerza de movilización durante las protestas. El colectivo feminista chileno Las Tesis creó la canción-performance El violador eres tú, el que no solo se volvió un himno nacional contra todas las formas de violencia en contra de la mujer, sino que hizo eco alrededor del mundo: desde Buenos Aires a Nueva York, de Oaxaca a Paris, y de Viena a Ankara. A lo largo del estallido social las mujeres alzaron sus voces condenando el patriarcado que legitimiza las estructuras de discriminación y violencia basandose en género. El Estado fue apuntado como el principal responsable de mantener una cultura conservadora que ha subyugado a la mujer en favor del hombre. Chile es un país relativamente conservador donde la mitad de la población femenina que posee un título universitario no ingresa al mercado laboral, o donde el divorcio fue legalizado recientemente (en 2004) y el aborto sólo fue permitido a partir del 2017, y sólo bajo tres estrictas condiciones causales. El 8 de Marzo de 2020 más de dos millones de mujeres se lanzaron a las calles en múltiples ciudades para condenar la violencia contra la mujer, las violaciones a los Derechos Humanos –y por ende para condenar al actual gobierno– y exigir una nueva constitución que incluya la voz de las mujeres. Luego del plebiscito de Octubre 2020 el movimiento feminista puede celebrar su primera gran conquista durante el estallido social, ya que la convención a cargo de redactar la nueva constitución tendrá paridad de género.
A lo largo del estallido social, hubo una enorme ocupación de espacios públicos, especialmente plazas. Se establecieron nuevos símbolos colectivos tales como los ‘parches oculares’ y los pañuelos verdes feministas. Distintas expresiones artísticas como murales, graffiti, pancartas, canciones y performances callejeras fueron utilizadas como medios de resistencia y también de condena. Condena dirigida hacia la policía, la clase política, el gobierno, la iglesia católica y las grandes empresas; todos señalados por crear y mantener la desigualdad y la marginación. En conjunto, todas estas expresiones eran un grito por una vida digna. Tal como estaba escrito en los muros: hasta que la dignidad se haga costumbre.
“El futúro está en nuestros manos” se volvió un mensaje común de leer en muros y pancartas. A pesar de las concesiones iniciales del gobierno, las que incluían mejoras parciales a la salud, pensiones y apoyo a los hogares más vulnerables, las protestas no solo continuaron sino que se intensificaron. En la madrugada del 15 de Noviembre de 2019 se anunció que miembros de todos los partidos políticos representados en el Congreso Nacional habían alcanzado, sin consultar al Presidente o al Primer Ministro, un acuerdo sin precedentes: realizar un plebiscito de consulta para redactar una nueva constitución.
El estallido social despertó una profunda conciencia sobre la responsabilidad cívica de la ciudadanía. Lo que se refleja en cómo, a pesar de la pandemia, el plebiscito del 25 de Octubre de 2020 tuvo una participación histórica: sobre los 7,5 millones de votos, el número más alto del que se tenga registro. Sin duda alguna, el estallido social remeció la imagen externa de Chile, pero también su propia imagen.
¿Qué viene ahora? Imaginación sin precedentes
Entonces, ¿qué viene ahora, después de un evento de tal magnitud? Toda una sociedad por imaginar y mucha conversación. Pero también una gran esperanza por lo que puede venir.
El proceso constitucional ha dado un paso esencial: Chile tendrá una nueva constitución en un par de años. Una que será fruto de la voluntad popular y su lucha por una sociedad más justa. Pero de aquí en más, el desafío es mucho más complejo que protestar por obtener un plebiscito. Hoy ya está más que claro lo que el país no quiere: neoliberalismo desatado y el legado de Pinochet –ambos encarnados en la actual constitución. Entonces, ¿qué es aquello que las personas en Chile sí quieren para su futuro? El desafío que viene involucra precisamente imaginar ese futuro digno, con todas sus posibilidades, para luego plasmarlo en la constitución. En particular, este desafío requiere discutir y alcanzar un acuerdo colectivo sobre qué significa esa dignidad por la que las personas han protestado con tanto ímpetu.
Pocas cosas tienen signficados tan diversos como la dignidad. Aún más en un país pequeño pero diverso como lo es el Chile actual. La tradicional adherencia al Catolicisimo se encuentra en su mínimo histórico, de acuerdo con la Encuesta Nacional Bicentenario. Nunca tantas mujeres habían formado parte de la fuerza de trabajo pese a una brecha salarial promedio de 27% en relación a los hombres. Los pueblos originarios, especialmente Mapuche, demandan mayor reconocimiento y la conformación de un esta plurinacional. Los inmigrantes representan casi un 10% de la población, mientras que en 2010 solo llegaban al 2%, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadísticas.
El modelo tradicional donde el poder político y económico fluyen desde la capital, Santiago, hacia el resto del país ya no es sostenible. En un país con casi 4.300 kilómetros de longitud, las regiones demandan mayor autonomía para resolver sus propios problemas locales.
Esto sin mencionar la profunda desigualdad económica escondida detrás de fantásticas cifras macroeconómicas: el 85% de los trabajadores en Chile ganan menos de $10.300 dólares (después de impuestos) pese a que el PIB per capita es de más de $24.000 dólares (ppp). Por otra parte, los hogares dentro del 1% más rico tienen ingresos por encima de los $120.000 dólares. El crecimiento económico definitivamente no ha chorreado como se suponía.
Dicho simplemente, dentro de Chile existen muchos Chiles distintos, donde las personas viven de maneras muy, pero muy diferentes. Por lo tanto resulta esperable que los distintos grupos que habitan en el país tengan visiones de futuro muy distintas. Incluso detrás de la mayoría absoluta en pro de una nueva constitución (80%) no hay un grupo uniforme. La pluralidad de voces e intereses involucrados harán del debate sobre la nueva constitución un verdadero crisol. Aún cuando esto será un gran desafío, también será una oportunidad única para las personas en Chile para reconocer su propia pluralidad. Porque Chile es –y siempre ha sido– un crisol de personas; a pesar de los esfuerzos de la elite local por mostrar el país como una gran nación uniforme.
Pero no solo estará en juego reconocer esta pluralidad; también está en juego escucharla en su plenitud. De otro modo, la nueva constitución nunca será el acuerdo común bajo el cuál todas las personas que viven en el país se sientan representadas. De hecho, ya han surgido preguntas con respecto a la representatividad y participación en la convención constitucional, aún antes de que sus miembros sean electos. Porque en función de quienes puedan llevar sus visiones de futuro a la convención, la nueva constitución puede dirigirse en direcciones muy distintas.
Por todas estas razones, pensar sobre el país en el que las personas quieren vivir requiere de un ejercicio de imaginación colectiva sin precedentes. El pueblo chileno, por primera vez en su historia, tendrá la posibildiad de discutir y tener influencia sobre el contrato social que los agrupa. Esta es una oportunidad enorme para un país que ha estado sometido por 40 años al yugo del economicismo neoliberal. Por lo mismo esta oportunidad es también un desafío enorme.
¿Cómo entregar pensiones decentes cuando más de la mitad de los trabajadores no quiere contribuir a fondos de pensión solidarios? ¿Cómo generar acceso igualitario a vivienda si nadie quiere vivir en áreas periféricas? ¿Cómo pensar más allá del consumismo cuando objetos como el auto del año y el teléfono de moda se han vuelta piezas centrales de estatus social? ¿Cómo fortalecer la calidad de las escuelas públicas y mejorar su inclusión si los padres matriculan a sus hijos en escuelas privadas apenas tienen los medios para hacerlo? En suma, ¿cómo se puede cambiar desde dentro una mentalidad neoliberal profundamente enraizada que le ha dado forma a la comprensión propia y de los demás, y por lo tanto de la confianza y responsabilidad mutua?
Todas estas preguntas ciertamente requieren de un ejercicio de imaginación: para pensar un futuro colectivo más allá de las circunstancias actuales sin caer en slogans, soluciones importadas o el espejismo de los viejos tiempos. Responder qué significa exactamente vivir dignamente para las personas en Chile, y lograr imprimir esa respuesta como el espíritu de la nueva constitución, es el desafío último del proceso constitucional. Incluso si las demandas por cambio social que iniciaron todo este proceso no podrán (lamentablemente) ser resueltas de forma inmediata, encontrar la respuesta a esta pregunta será la clave para darle a futuras generaciones una mejor oportunidad de vivir una vida digna.
Pese a lo imponente de este desafío –o quizás precisamente por esto– el plebiscito le ha dado a las personas una sensación de esperanza que no se veía hace mucho tiempo. No por nada esta palabra se escuchó de manera cada vez más recurrente en los días posteriores al plebiscito. Esta esperanza en un cambio ha tomado forma en diferentes expresiones artísticas, como el arte callejero y en la transformación paulatina hacia un lenguaje más inclusivo en términos de género (por ejemplo, utilizar los morfemas –e o –x para denotar pluralidad). Así, estos cambios se han vuelto herramientas que median la imaginación colectiva. Esta esperanza por un futuro diferente, donde la gente común y corriente pueda finalmente ver la posibilidad de un cambio real, ha generado en este grupo una renovada agencia política.
Tan solo la posibilidad de discutir en serio acerca del país ya logró movilizar más de medio millón de votantes más que la elección presidencial realizada hace solo tres años atrás. Por si solo esto ya es un signo que las personas en Chile quieren participación, pero no a través de partidos políticos añejos: las personas quieren participar de forma directa. De hecho, la opción de una “convención constitucional”, donde ciudadanos y no miembros del parlamento serán electos para redactar la nueva constitución (esto es, una asamblea nacional), recibió mayor cantidad de votos que la opción por cambiar la constitución. En otras palabras, incluso algunas de las personas que preferían no cambiar la constitución votaron para mantener el proceso constitucional lo más alejado posible de la clase política. El enorme número de candidatos independientes que compiten por un asiento en la convención en distritos a lo largo de todo el país gráfica este punto con total claridad. El 16 de mayo, los resultados de las elecciones confirmaron que la gente sigue tomando distancia de los partidos políticos tradicionales, donde los candidatos independientes obtuvieron 48 escaños de un total de 155. Las esperanzas ahora se dirigen a la creación de condiciones reales de igualdad social.
Coda
El plebiscito constitucional realizado en Chile no es un accidente ni tampoco un acto de populismo. Por el contrario, es el resultado de un arduo proceso de movilización civil por cambios sociales que tiene décadas de trayectoria. Es por esto que redactar una nueva constitución es un paso esencial, uno que por cuarenta años parecía imposible, pero que no es la verdadera meta de este proceso. La lucha de la ciudadanía en Chile (como en muchos otros países) es y siempre ha sido por mejor salud, educación, vivienda, pensiones y condiciones laborales. Mantener estos temas en el centro de la nueva constitución será la respuesta a las esperanzas de millones de personas en Chile. Pero será también el mayor desafío al que este proceso se verá enfrentado.
Sobre los autores
David Carré es investigador postdoctoral en la Escuela de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Paula Cavada-Hrepich er profesor ayudante doctor en el departamento de comunicación y psicología en la Universidad de Aalborg, Dinamarca.